La inestabilidad de lo bello
Aunque siempre estamos apelando al calificativo de “bello”, nadie sabe muy bien de qué se trata. Pero no por ser una palabra de la cual se abusa en la conversación cotidiana (hay que ver cuántos comentarios de Facebook acuden a este adjetivo), deja de ser muy abstracta, inquietante y escurridiza.
Hoy sabemos que lo bello, en su acepción más radical, no es una cualidad de los objetos (aunque se nos suele olvidar) sino que es un estado erótico del sujeto, que surge como efecto de su relación con un estímulo. Como todo placer, la belleza está mediada por los sentidos: hay sonidos, movimientos y textos que consideramos “bellos”, pero su ámbito más natural es el de la visualidad. Y el arte, como espacio del pensamiento visual, es el lugar donde el concepto se pone en crisis.
Y es que como somos seres culturales (y nuestros sentidos están educados desde afuera), la experiencia subjetiva de la belleza está permanentemente obstaculizada: siempre regresa al dominio de los objetos. Es el asunto del “canon”, que se impone como una serie de requisitos que debe cumplir un objeto para que lo consideremos bello. De modo que la belleza, como estado de placer personal, siempre está amenazada y aplastada por el canon. Y el arte no es otra cosa que el intento de resquebrajar ese imperativo, para generar una grieta por donde puedan emerger nuevos significados y relaciones. Es necesario horadar los discursos y saberes instalados –incluidas las “verdades” estéticas– para que pueda circular el deseo como condición de la experiencia erótica.
Una defensa contemporánea de lo bello tendría que internarse en las fracturas laberínticas del deseo y asumir que los deseos no son transparentes ni limpios, todo lo contrario: son opacos y desconocidos para nosotros mismos. El erotismo, como estado de lo bello, requiere de una fisura que permita el encuentro con lo otro y que posibilite una experiencia que no es inmediata. Es esta la búsqueda que anima el presente trabajo de Francisco Bustamante.